LOS JUEGOS DEL HAMBRE DESCARGAR GRATIS EN PDF





PRIMERA PARTE:
LOS TRIBUTOS
Cuando me despierto, el otro lado de la cama está frío. Estiro los dedos buscando el calor de Prim, pero no encuentro más que la basta funda de lona del colchón. Seguro que ha tenido pesadillas y se ha  metido en la cama de nuestra madre; claro que sí, porque es el día de
la cosecha.
Me apoyo en un codo y me levanto un poco; en el dormitorio entra algo de luz, así que puedo verlas. Mi hermana pequeña, Prim, acurrucada a su lado, protegida por el cuerpo de mi madre, las dos
con las mejillas pegadas. Mi madre parece más joven cuando duerme; agotada, aunque no tan machacada. La cara de Prim es tan fresca como una gota de agua, tan encantadora como la prímula  ue le da nombre. Mi madre también fue muy guapa hace tiempo, o eso me han dicho. Sentado sobre las rodillas de Prim, para protegerla, está el gato más feo del mundo: hocico aplastado, media oreja arrancada y ojos del color de un calabacín podrido. Prim le puso Buttercup porque,
según ella, su pelaje amarillo embarrado tenía el mismo tono de aquella flor, el ranúnculo. El gato me odia o, al menos, no confía en mí. Aunque han pasado ya algunos años, creo que todavía recuerda
que intenté ahogarlo en un cubo cuando Prim lo trajo a casa; era un gatito escuálido, con la tripa hinchada por las lombrices y lleno de pulgas. Lo último que yo necesitaba era otra boca que alimentar, pero mi hermana me suplicó mucho, e incluso lloró para que le dejase
quedárselo. Al final la cosa salió bien: mi madre le libró de los
parásitos, y ahora es un cazador de ratones nato; a veces, hasta caza alguna rata. Como de vez en cuando le echo las entrañas de las presas, ha dejado de bufarme.
Entrañas y nada de bufidos: no habrá más cariño que ése entre nosotros.
Me bajo de la cama y me pongo las botas de cazar; la piel fina y suave se ha adaptado a mis pies. Me pongo también los pantalones y una camisa, meto mi larga trenza oscura en una gorra y tomo la bolsa  que utilizo para guardar todo lo que recojo. En la mesa, bajo un cuenco de madera que sirve para protegerlo de ratas y gatos
hambrientos, encuentro un perfecto quesito de cabra envuelto en  0hojas de albahaca. Es un regalo de Prim para el día de la cosechacuando salgo me lo meto con cuidado en el bolsillo.
N estra parte del Distrito 12, a la que solemos llamar la Veta, está  siempre llena a estas horas de mineros del carbón que se dirigen al turno de mañana. Hombres y mujeres de hombros caídos y nudillos hinchados, muchos de los cuales ya ni siquiera intentan limpiarse el
polvo de carbón de las uñas rotas y las arrugas de sus rostros hundidos. Sin embargo, hoy las calles manchadas de carboncillo están vacías y las contraventanas de las achaparradas casas grises
permanecen cerradas. La cosecha no empieza hasta las dos, así que todos prefieren dormir hasta entonces... si pueden. Nuestra casa está casi al final de la Veta, sólo tengo que dejar
atrás unas cuantas puertas para llegar al campo desastrado al que llaman la Pradera. Lo que separa la Pradera de los bosques y, d hecho, lo que rodea todo el Distrito 12, es una alta alambrada metálica
rematada con bucles de alambre de espino. En teoría, se supone que
está electrificada las veinticuatro horas para disuadir a los
depredadores que viven en los bosques y antes recorrían nuestras
calles (jaurías de perros salvajes, pumas solitarios y osos). En
realidad, como, con suerte, sólo tenemos dos o tres horas de
electricidad por la noche, no suele ser peligroso tocarla. Aun así,
siempre me tomo un instante para escuchar con atención, por si oigo
el zumbido que indica que la valla está cargada. En este momento
está tan silenciosa como una piedra. Me escondo detrás de un grupo
de arbustos, me tumbo boca abajo y me arrastro por debajo de la tira
de sesenta centímetros que lleva suelta varios años. La alambrada
tiene otros puntos débiles, pero éste está tan cerca de casa que casi
siempre entro en el bosque por aquí.
En cuanto estoy entre los árboles, recupero un arco y un carcaj de
flechas que tenía escondidos en un tronco hueco. Esté o no
electrificada, la alambrada ha conseguido mantener a los devoradores
de hombres fuera del Distrito 12. Dentro de los bosques, los animales
deambulan a sus anchas y existen otros peligros, como las serpientes
venenosas, los animales rabiosos y la falta de senderos que seguir.
Pero también hay comida, si sabes cómo encontrarla. Mi padre lo
sabía y me había enseñado unas cuantas cosas antes de volar en
pedazos en la explosión de una mina. No quedó nada de él que 
pudiéramos enterrar. Yo tenía once años; cinco años después,
muchas noches me sigo despertando gritándole que corra.
Aunque entrar en los bosques es ilegal y la caza furtiva tiene el
peor de los castigos, habría más gente que se arriesgaría si tuviera
armas. El problema es que hay pocos lo bastante valientes para
aventurarse armados con un cuchillo. Mi arco es una rareza que
fabricó mi padre, junto con otros similares que guardo bien escondidos
en el bosque, envueltos con cuidado en fundas impermeables. Mi
padre podría haber ganado bastante dinero vendiéndolos, pero, de
haberlo descubierto los funcionarios del Gobierno, lo habrían
ejecutado en público por incitar a la rebelión. Casi todos los agentes
de la paz hacen la vista gorda con los pocos que cazamos, ya que
están tan necesitados de carne fresca como los demás. De hecho,
están entre nuestros mejores clientes. Sin embargo, nunca permitirían
que alguien armase a la Veta.
En otoño, unas cuantas almas valientes se internan en los
bosques para recoger manzanas, aunque sin perder de vista la
Pradera, siempre lo bastante cerca para volver corriendo a la
seguridad del Distrito 12 si surgen problemas.
--El Distrito 12, donde puedes morirte de hambre sin poner en
peligro tu seguridad --murmuro; después miro a mi alrededor
rápidamente porque, incluso aquí, en medio de ninguna parte, me
preocupa que alguien me escuche.
Cuando era más joven, mataba a mi madre del susto con las
cosas que decía sobre el Distrito 12 y la gente que gobierna nuestro
país, Panem, desde esa lejana ciudad llamada el Capitolio. Al final
comprendí que aquello sólo podía causarnos más problemas, así que
aprendí a morderme la lengua y ponerme una máscara de indiferencia
para que nadie pudiese averiguar lo que estaba pensando. Trabajo en
silencio en clase; hago comentarios educados y superficiales en el
mercado público; y me limito a las conversaciones comerciales en el
Quemador, que es el mercado negro donde gano casi todo mi dinero.
Incluso en casa, donde soy menos simpática, evito entrar en temas
espinosos, como la cosecha, los racionamientos de comida o los
Juegos del Hambre. Quizás a Prim se le ocurriera repetir mis palabras
y ¿qué sería de nosotras entonces?
En los bosques me espera la única persona con la que puedo ser
yo misma: Gale. Noto que se me relajan los músculos de la cara, que
se me acelera el paso mientras subo por las colinas hasta nuestro
lugar de encuentro, un saliente rocoso con vistas al valle. Un matorral 
de arbustos de bayas lo protege de ojos curiosos. Verlo allí,
esperándome, me hace sonreír; nunca sonrío, salvo en los bosques.
--Hola, Catnip --me saluda Gale.
En realidad me llamo Katniss, como la flor acuática a la que
llaman saeta, pero, cuando se lo dije por primera vez, mi voz no era
más que un susurro, así que creyó que le decía Catnip, la menta de
gato. Después, cuando un lince loco empezó a seguirme por los
bosques en busca de sobras, se convirtió en mi nombre oficial. Al final
tuve que matar al lince porque asustaba a las presas, aunque era tan
buena compañía que casi me dio pena. Por otro lado, me pagaron
bien por su piel.
--Mira lo que he cazado.
Gale sostiene en alto una hogaza de pan con una flecha clavada
en el centro, y yo me río. Es pan de verdad, de panadería, y no las
barras planas y densas que hacemos con nuestras raciones de
cereales. Lo cojo, saco la flecha y me llevo el agujero de la corteza a
la nariz para aspirar una fragancia que me hace la boca agua. El pan
bueno como éste es para ocasiones especiales.
--Ummm, todavía está caliente --digo. Debe de haber ido a la
panadería al despuntar el alba para cambiarlo por otra cosa--. ¿Qué te
ha costado?
--Sólo una ardilla. Creo que el anciano estaba un poco
sentimental esta mañana. Hasta me deseó buena suerte.
--Bueno, todos nos sentimos un poco más unidos hoy, ¿no?
--comento, sin molestarme en poner los ojos en blanco--. Prim nos ha
dejado un queso --digo, sacándolo.
--Gracias, Prim --exclama Gale, alegrándose con el regalo--. Nos
daremos un verdadero festín. --De repente, se pone a imitar el acento
del Capitolio y los ademanes de Effie Trinket, la mujer optimista hasta
la demencia que viene una vez al año para leer los nombres de la
cosecha--. ¡Casi se me olvida! ¡Felices Juegos del Hambre! --Recoge
unas cuantas moras de los arbustos que nos rodean--. Y que la
suerte... --empieza, lanzándome una mora. La cojo con la boca y
rompo la delicada piel con los dientes; la dulce acidez del fruto me
estalla en la lengua.
--¡... esté siempre, siempre de vuestra parte! --concluyo, con el
mismo brío.
Tenemos que bromear sobre el tema, porque la alternativa es
morirse de miedo. Además, el acento del Capitolio es tan afectado que
casi todo suena gracioso con él. 
Observo a Gale sacar el cuchillo y cortar el pan; podría ser mi
hermano: pelo negro liso, piel aceitunada, incluso tenemos los mismos
ojos grises. Pero no somos familia, al menos, no cercana. Casi todos
los que trabajan en las minas tienen un aspecto similar, como
nosotros.
Por eso mi madre y Prim, con su cabello rubio y sus ojos azules,
siempre parecen fuera de lugar; porque lo están. Mis abuelos
maternos formaban parte de la pequeña clase de comerciantes que
sirve a los funcionarios, los agentes de la paz y algún que otro cliente
de la Veta. Tenían una botica en la parte más elegante del Distrito 12;
como casi nadie puede permitirse pagar un médico, los boticarios son
nuestros sanadores. Mi padre conoció a mi madre gracias a que,
cuando iba de caza, a veces recogía hierbas medicinales y se las
vendía a la botica para que fabricaran sus remedios. Mi madre tuvo
que enamorarse de verdad para abandonar su hogar y meterse en la
Veta. Es lo que intento recordar cuando sólo veo en ella a una mujer
que se quedó sentada, vacía e inaccesible mientras sus hijas se
convertían en piel y huesos. Intento perdonarla por mi padre, pero,
para ser sincera, no soy de las que perdonan.
Gale unta el suave queso de cabra en las rebanadas de pan y
coloca con cuidado una hoja de albahaca en cada una, mientras yo
recojo bayas de los arbustos. Nos acomodamos en un rincón de las
rocas en el que nadie puede vernos, aunque tenemos una vista muy
clara del valle, que está rebosante de vida estival: verduras por
recoger, raíces por escarbar y peces irisados a la luz del sol. El día
tiene un aspecto glorioso, de cielo azul y brisa fresca; la comida es
estupenda, el pan caliente absorbe el queso y las bayas nos estallan
en la boca. Todo sería perfecto si realmente fuese un día de fiesta, si
este día libre consistiese en vagar por las montañas con Gale para
cazar la cena de esta noche. Sin embargo, tendremos que estar en la
plaza a las dos en punto para el sorteo de los nombres.
--¿Sabes qué? Podríamos hacerlo --dijo Gale en voz baja.
--¿El qué?
--Dejar el distrito, huir y vivir en el bosque. Tú y yo podríamos
hacerlo. --No sé cómo responder, la idea es demasiado absurda--. Si
no tuviésemos tantos niños --añadió él rápidamente.
No son nuestros niños, claro, pero para el caso es lo mismo. Los
dos hermanos pequeños de Gale y su hermana, y Prim. Nuestras
madres también podrían entrar en el lote, porque ¿cómo iban a
sobrevivir sin nosotros? ¿Quién alimentaría esas bocas que siempre 
piden más? Aunque los dos cazamos todos los días, alguna vez
tenemos que cambiar las presas por manteca de cerdo, cordones de
zapatos o lana, así que hay noches en las que nos vamos a la cama
con los estómagos vacíos.
--No quiero tener hijos --digo.
--Puede que yo sí, si no viviese aquí.
--Pero vives aquí --le recuerdo, irritada.
--Olvídalo.
La conversación no va bien. ¿Irnos? ¿Cómo iba a dejar a Prim,
que es la única persona en el mundo a la que estoy segura de querer?
Y Gale está completamente dedicado a su familia. Si no podemos
irnos, ¿por qué molestarnos en hablar de eso? Y, aunque lo
hiciéramos..., aunque lo hiciéramos..., ¿de dónde ha salido lo de tener
hijos? Entre Gale y yo nunca ha habido nada romántico. Cuando nos
conocimos, yo era una niña flacucha de doce años y, aunque él sólo
era dos años mayor, ya parecía un hombre. Nos llevó mucho tiempo
hacernos amigos, dejar de regatear en cada intercambio y empezar a
ayudarnos mutuamente.
Además, si quiere hijos, Gale no tendrá problemas para encontrar
esposa: es guapo, lo bastante fuerte como para trabajar en las minas y
capaz de cazar. Por la forma en que las chicas susurran cuando pasa
a su lado en el colegio, está claro que lo desean. Me pongo celosa,
pero no por lo que la gente pensaría, sino porque no es fácil encontrar
buenos compañeros de caza.
--¿Qué quieres hacer? --le pregunto, ya que podemos cazar,
pescar o recolectar.
--Vamos a pescar en el lago. Así dejamos las cañas puestas
mientras recolectamos en el bosque. Cogeremos algo bueno para la
cena.
La cena. Después de la cosecha, se supone que todos tienen que
celebrarlo, y mucha gente lo hace, aliviada al saber que sus hijos se
han salvado un año más. Sin embargo, al menos dos familias cerrarán
las contraventanas y las puertas, e intentarán averiguar cómo
sobrevivir a las dolorosas semanas que se avecinan.
Nos va bien; los depredadores no nos hacen caso, porque hoy
hay presas más fáciles y sabrosas. A última hora de la mañana
tenemos una docena de peces, una bolsa de verduras y, lo mejor de
todo, un buen montón de fresas. Descubrí el fresal hace unos años y a
Gale se le ocurrió la idea de rodearlo de redes para evitar que se
acercasen los animales. 
De camino a casa pasamos por el Quemador, el mercado negro
que funciona en un almacén abandonado en el que antes se guardaba
carbón. Cuando descubrieron un sistema más eficaz que transportaba
el carbón directamente de las minas a los trenes, el Quemador fue
quedándose con el espacio. Casi todos los negocios están cerrados a
estas horas en un día de cosecha, aunque el mercado negro sigue
bastante concurrido. Cambiamos fácilmente seis de los peces por pan
bueno y los otros dos por sal. Sae la Grasienta, la anciana huesuda
que vende cuencos de sopa caliente preparada en un enorme
hervidor, nos compra la mitad de las verduras a cambio de un par de
trozos de parafina. Puede que nos hubiese ido mejor en otro sitio, pero
nos esforzamos por mantener una buena relación con Sae, ya que es
la única que siempre está dispuesta a comprar carne de perro salvaje.
A pesar de que no los cazamos a propósito, si nos atacan y matamos
un par, bueno, la carne es la carne. «Una vez dentro de la sopa,
puedo decir que es ternera», dice Sae la Grasienta, guiñando un ojo.
En la Veta, nadie le haría ascos a una buena pata de perro salvaje,
pero los agentes de la paz que van al Quemador pueden permitirse
ser un poquito más exigentes.
Una vez terminados nuestros negocios en el mercado, vamos a la
puerta de atrás de la casa del alcalde para vender la mitad de las
fresas, porque sabemos que le gustan especialmente y puede
permitirse el precio. La hija del alcalde, Madge, nos abre la puerta;
está en mi clase del colegio. Podría pensarse que, por ser la hija del
alcalde, es una esnob, pero no, sólo es reservada, igual que yo. Como
ninguna de las dos tiene un grupo de amigos, parece que casi siempre
acabamos juntas en clase. Durante la comida, en las reuniones,
cuando se hacen grupos para las actividades deportivas... Apenas
hablamos, lo que nos va bien a las dos.
Hoy ha cambiado su soso uniforme del colegio por un caro vestido
blanco, y lleva el pelo rubio recogido con un lazo rosa; la ropa de la
cosecha.
--Bonito vestido --dice Gale.
Madge lo mira fijamente, mientras intenta averiguar si se trata de
un cumplido de verdad o de una ironía. En realidad, el vestido es
bonito, aunque nunca lo habría llevado un día normal. Aprieta los
labios y sonríe.
--Bueno, tengo que estar guapa por si acabo en el Capitolio, ¿no?
Ahora es Gale el que está desconcertado: ¿lo dice en serio o está
tomándole el pelo? Yo creo que es lo segundo. 
--Tú no irás al Capitolio --responde Gale con frialdad. Sus ojos se
posan en el pequeño adorno circular que lleva en el vestido; es de oro
puro, de bella factura; serviría para dar de comer a una familia entera
durante varios meses--. ¿Cuántas inscripciones puedes tener?
¿Cinco? Yo ya tenía seis con sólo doce años.
--No es culpa suya --intervengo.
--No, no es culpa de nadie. Las cosas son como son --apostilla
Gale.
--Buena suerte, Katniss --dice Madge, con rostro inexpresivo,
poniéndome el dinero de las fresas en la mano.
--Lo mismo digo --respondo, y se cierra la puerta.
Caminamos en silencio hacia la Veta. No me gusta que Gale la
haya tomado con Madge, pero tiene razón, por supuesto: el sistema
de la cosecha es injusto y los pobres se llevan la peor parte. Te
conviertes en elegible para la cosecha cuando cumples los doce años;
ese año, tu nombre entra una vez en el sorteo.
A los trece, dos veces; y así hasta que llegas a los dieciocho, el
último año de elegibilidad, y tu nombre entra en la urna siete veces. El
sistema incluye a todos los ciudadanos de los doce distritos de
Panem.
Sin embargo, hay gato encerrado. Digamos que eres pobre y te
estás muriendo de hambre, como nos pasaba a nosotras. Tienes la
posibilidad de añadir tu nombre más veces a cambio de teselas; cada
tesela vale por un exiguo suministro anual de cereales y aceite para
una persona. También puedes hacer ese intercambio por cada
miembro de tu familia, motivo por el que, cuando yo tenía doce años,
mi nombre entró cuatro veces en el sorteo. Una porque era lo mínimo,
y tres veces más por las teselas para conseguir cereales y aceite para
Prim, mi madre y yo. De hecho, he tenido que hacer lo mismo todos
los años, y las inscripciones en el sorteo son acumulativas. Por eso,
ahora, a los dieciséis años, mi nombre entrará veinte veces en el
sorteo de la cosecha. Gale, que tiene dieciocho y lleva siete años
ayudando o alimentando el solo a una familia de cinco, tendrá
cuarenta y dos papeletas.
No cuesta entender por qué se enciende con Madge, que nunca
ha corrido el peligro de necesitar una tesela. Las probabilidades de
que el nombre de la chica salga elegido son muy reducidas si se
comparan con las de los que vivimos en la Veta. No es imposible, pero
sí poco probable y, aunque las reglas las estableció el Capitolio y no
los distritos ni, sin duda, la familia de Madge, es difícil no sentir 
resentimiento hacia los que no tienen que pedir teselas.
Gale es consciente de que su rabia no debería ir contra Madge.
Algunas veces, cuando estamos en lo más profundo del bosque,
lo he oído despotricar contra las teselas, diciendo que no son más que
otro instrumento para fomentar la miseria en nuestro distrito, una
forma de sembrar el odio entre los trabajadores hambrientos de la
Veta y los que no suelen tener problemas de comida, y, así,
asegurarse de que nunca confiemos los unos en los otros. «Al
Capitolio le viene bien que estemos divididos», me diría, si no hubiese
nadie más que yo escuchándolo, si no fuese día de cosecha, si una
chica con un alfiler de oro y sin teselas no hubiese hecho lo que
seguramente ella consideraba un comentario inofensivo.
Mientras caminamos, lo miro a la cara, todavía ardiendo debajo
de su expresión glacial; su ira me parece inútil, aunque no se lo digo.
No es que no esté de acuerdo con él, porque lo estoy, pero ¿de qué
sirve despotricar contra el Capitolio en medio del bosque? No cambia
nada, no hace que la situación sea más justa y no nos llena el
estómago. De hecho, asusta a las posibles presas. Sin embargo, lo
dejo gritar; mejor hacerlo en el bosque que en el distrito.
Gale y yo nos dividimos el botín, lo que nos deja con dos peces,
un par de hogazas de buen pan, verduras, un puñado de fresas, sal,
parafina y algo de dinero para cada uno.
--Nos vemos en la plaza --le digo.
--Ponte algo bonito --me responde, sin humor.
En casa, encuentro a mi madre y a mi hermana preparadas para
salir. Mi madre lleva un vestido elegante de sus días de boticaria y
Prim viste mi primer traje de cosecha: una falda y una blusa con
volantes. A ella le queda un poco grande, pero mi madre se lo ha
sujetado con alfileres; aun así, la blusa se le sale de la falda por la
parte de atrás.
Me espera una bañera llena de agua caliente. Me restriego para
quitarme la tierra y el sudor de los bosques, e incluso me lavo el pelo.
Veo, sorprendida, que mi madre me ha sacado uno de sus
encantadores vestidos, una suave cosita azul con zapatos a juego.
--¿Estás segura? --le pregunto, porque intento evitar seguir
rechazando su ayuda.
Antes estaba tan enfadada con ella que no le dejaba hacer nada
por mí. Sin embargo, se trata de algo especial, porque le da mucho
valor a la ropa de su pasado.
--Claro que sí, y también me gustaría recogerte el pelo --me 
responde. Le dejo secármelo, trenzarlo y colocármelo sobre la cabeza.
Apenas me reconozco en el espejo agrietado que tenemos apoyado
en la pared.
--Estás muy guapa --dice Prim, en un susurro.
--Y no me parezco en nada a mí --respondo.
La abrazo, porque sé que las horas que nos esperan serán
terribles para ella. Es su primera cosecha, aunque está lo más segura
posible, ya que su nombre sólo ha entrado una vez en la urna; no le he
dejado pedir ninguna tesela. Sin embargo, está preocupada por mí, le
preocupa que ocurra lo inimaginable.
Protejo a Prim de todas las formas que me es posible, pero nada
puedo hacer contra la cosecha. La angustia que noto en el pecho
siempre que mi hermana sufre amenaza con asomar a la superficie.
Me doy cuenta de que se le ha salido de nuevo la blusa por detrás y
me obligo a mantener la calma.
--Arréglate la cola, patito --le digo, poniéndole de nuevo la blusa
en su sitio.
--Cuac --responde Prim, soltando una risita.
--Eso lo serás tú --añado, riéndome también; ella es la única que
puede hacerme reír así--. Vamos, a comer --digo, dándole un besito
rápido en la cabeza.
Decidimos dejar para la cena el pescado y las verduras, que ya se
están cocinando en un estofado, y guardamos las fresas y el pan para
la noche, diciéndonos que así será algo especial; de modo que
bebemos la leche de la cabra de Prim, Lady, y nos comemos el pan
basto que hacemos con el cereal de la tesela, aunque, de todos
modos, nadie tiene mucho apetito.
A la una en punto nos dirigimos a la plaza. La asistencia es
obligatoria, a no ser que estés a las puertas de la muerte. Esta noche
los funcionarios recorrerán las casas para comprobarlo. Si alguien ha
mentido, lo meterán en la cárcel.
Es una verdadera pena que la ceremonia de la cosecha se
celebre en la plaza, uno de los pocos lugares agradables del Distrito
12. La plaza está rodeada de tiendas y, en los días de mercado, sobre
todo si hace buen tiempo, parece que es fiesta. Sin embargo, hoy, a
pesar de los banderines de colores que cuelgan de los edificios, se
respira un ambiente de tristeza. Las cámaras de televisión,
encaramadas como águilas ratoneras en los tejados, sólo sirven para
acentuar la sensación.